Sunday, July 18, 2010

LEOPOLDO CASTILLA


SUDESTE

II

Tiene temperatura de parto
la noche de Bangkok. La oscuridad
oleosa
corrompe lo que va a sobrevivir,
asfixia la cuchillería
de los peces secos,
entumece el verde
para que al alba tenga su ataúd el agua
y en los mercados
la misma luna
menstrua
en el bulto que duerme en la vereda
y en el ojo del gallo
que peleará mañana.

No pasarán de esta noche
el dios grasiento que las moscas
desahogan,
el árbol enfermo por su propio perfume
donde un hermafrodita ofuscado
se ama,
este cirio que ha debilitado el infinito
ni los fuegos llorones de fritangas.

Todos, empobrecidos, girando lentos
en esta resaca de la selva y el mar.

El día sigue oculto
en la noche
como el sol dentro de una iguana
es esta corona de flores amarillas
que flota
ultrajada
en el río

todavía caliente
todavía sagrada.

V

¿Quién puede decir que estuvo
en lo desencadenado
en estas tierras de mutación
donde los cadáveres brotan de sus flores?
Como el inmortal baniano
ese árbol pariéndose
a sí mismo,
deudo y difunto simultáneo
así el muerto
come y bebe
en la fiesta de sus funerales.

Aquí la unidad es el laberinto
y no hay un solo nacimiento
en tanta resurrección.
Número contra número
he visto, no más caer,
mi semen
devorado por las hormigas,
en el fondo del mar
a los corales
detenerse en el rayo
y en un río de la jungla
al agua suicidarse
vomitando fuego.

Todo extinguiéndose para salvarse
de esta plenitud, de esta alegría
que con delicadeza
ovula el exterminio,
mientras los árboles olfatean
la fiebre de la transmutación,
su largo día,
y suenan altísimos de modo
que no toque tierra la noche.

Esas fosforescencias somos nosotros
viviendo en la distancia que hay
entre el pez yendo a ser hombre
entre el hombre
yendo
a ser pájaro

todos con su verdadero cuerpo ausente
como la arteria suelta
de la libélula roja
o el Phra Ruang
el pez transparente de Sukhotai
ánima en el agua
donde pestañea su esqueleto.

Nadie puede decir que estuvo
sino suspenso
en el lenguaje de la selva
igual que un ciego
en una jaula de mariposas.

Ni siquiera este muerto podrá partir
aunque le ofrenden gotas de agua
para que vuelva
por las claridades
aunque suene el gamelán
para que escuche
la forma de la tierra
o le prendan fuego al toro
negro y dorado
que lo contiene.
Cada llamarada trazará un tigre
quemándolo,
una víbora que salta
como un nervio entre dos luces
por la hoja del banano
y se iguana en un río
se martiriza en una garza
hasta que la jungla
la disuelva en sonido.

La selva se encierra con huidas.
De la forma del muerto
sólo queda este humo que entra en los pulmones
como un cielo que se descerebra

Y un ausente
que ha florecido el fuego.

VI
A Gonzalo Rojas


De entre todos alabo a Ganesh
el dios de cabeza de elefante.

Tiene la sabiduría
del que conoció con el cuerpo.
Cerró su mutación
(siempre el más increíble
es el más verdadero.)

Los mediodías
se apoyan
en una mariposa
una telaraña puede
sujetar al viento
porque él,
enorme,
danzó sobre un pie.
Desde entonces
lo débil
sostiene el firmamento.

Como él
somos nosotros
esta aleación
de la gravedad y el pánico.

¿Quién puede soportar
sin desfigurarse
el peso de sus sueños?

Alguien se cría en el fondo de uno
- y no es uno –
comiendo tus pedazos.

Sólo quien reconoce su otro animal
resiste lo sagrado.

X

No está ahí
ese hombre solo
en cuclillas bajo la tormenta
mirando el débil campo de arroz
cómo el agua destruye al agua
y a su arrozal
del que sólo le queda
el escalofrío.

No hay hospedaje en él
para que vuelva
el hombre que fue
y el hombre que no ha sido

(de desolación a luz
sólo es posible
la simetría del desequilibrio.)

Este día lleno de nunca. En algún sitio
flota inválido el sol
y el grito de un pájaro
ha raído el atardecer. Nada se conmueve
y sin embargo
hay un viento enorme que no se ha ido.

Un extremo del horizonte se alza

y se derrumba
hacia el pavor
por un plano inclinado.

XI

Las canoas traían el rambután,
en vela
la sandía amarilla, durián y mango,
fueguitos
descorazonados
de sus casas
y recién asesinada
la carne
que no pueden tocar las mujeres
porque ellas tienen
la carne imaginaria.

En el mercado flotante
la muchacha de siete sombreros
vendía la risa
del maíz
del ananá
la lámpara
y al ofrecer el color
en celo de una fruta
traficaba una esclava

para que un hombre
un fruto
devore a otro fruto
una gravedad a otra
y se despierte el mundo
sexuado
por sus desapariciones.

Han vendido el día.

El río se desierta

la corriente se roba una naranja.
En la sombra del agua
pasan víboras,
las últimas
horas sueltas.

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